jueves 25 de abril de 2024 03:44:33

LA MATANZA: REFLEXIONES DE UN JOVEN RAMENSE

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Mi reflexión no está cargada de bronca sino que es una inquietud que me nace a raíz de analizar situaciones cotidianas

Por Santiago Tuliàn. Existen personas convencidas que ante la observación de pequeños comportamientos por parte de una sociedad es posible generar una conclusión sobre cómo vive esa comunidad y por qué. Plantearlo en estos términos lo convierte en flanco fácil para el análisis científico, ya que se trata de una afirmación falaz: una conducta que genera un determinado resultado no es parámetro suficiente para establecer semejante deducción.

Hago esta aclaración para sincerarme con el lector y anticiparle que mi reflexión es una mera apreciación personal carente de sustento lógico (planteado en términos científicos). Ello no significa que la interpretación sea vaga, imprecisa y poco trabajada, no pretendo hablar del “sexo de los ángeles”, sino que se trata de una visión personal no compatible con los estándares que impone la ciencia.

Observando lo cotidiano desde mi lugar privilegiado, siempre me preocupó la creciente pobreza en mi país. Esa inquietud se agudizaba ante la reflexión sobre dos escenarios: la conciencia de que la Argentina produce alimentos para cubrir las necesidades de alrededor de diez veces su propia población, y la tristeza de saber que en un determinado momento histórico fuimos un país con índices de pobreza cuyo porcentaje no llegaba al seis por ciento. Esta situación me generaba sentimientos desencontrados, por un lado, sentía culpa al no encontrarme en un escenario desventajoso y, por el otro, bronca e indignación ante la inoperancia de la clase política, incapaz de revertir esta realidad. También me inquietaba bastante lo desentendidas que se encontraban muchas personas ante catastrófico escenario. Me preguntaba, ¿cómo puede ser que haya gente “privilegiada” que no se preocupe por la realidad que le toca vivir a millones de compatriotas? Era un pensamiento recurrente, idea que no solo fue mutando sino que prácticamente se invirtió: pasé del enojo a la admiración hacia estas personas, puesto que su única preocupación radicaba en encontrar la mejor manera para disfrutar de su vida. Una excelente filosofía, realmente me gustó esa concepción y por ello decidí imitarla. Con el correr del tiempo, y a pesar de este nuevo enfoque de orientar las acciones hacia donde el deseo manda como nuevo paradigma de vida, entendí que indefectiblemente mi voluntad se inclinaba en colaborar de alguna manera para la construcción de una nación más igualitaria, libre y fraterna. Es decir, no pude escaparle a este compromiso cívico, indudablemente es lo que me gusta y apasiona, pero fue importante cambiar la motivación que impulsa a mis acciones así como abrir la cabeza para entender que nada está predestinado a ser y que este deseo puede ir cambiando a lo largo de los años.

Ventilada la vivencia personal, paso a comentarles la reflexión que me nace a raíz de analizar pequeños comportamientos de nuestra sociedad y, de esa forma, tratar de comprender por qué creo que tenemos materia prima como para ser una nación prospera pero que hace largos años venimos emprendiendo un sendero hacia el sub-desarrollo.

Cuando camino por las calles de Ramos Mejía casi siempre lo hago mientras elaboro algún pensamiento. Aprovecho la caminata y el aire fresco de mi hogar para reflexionar ideas que vengo gestando durante algunos días. Circular en las calles me genera una suerte de retroalimentación en donde la observación del comportamiento de mis vecinos refuerza o refuta mis ideas. Donde más me concentro y mayores conclusiones realizo es al momento de analizar sus conductas en las popularmente denominadas “barreras”. Observar el comportamiento de los vehículos ante estos pasajes entre una calle y la otra, con el latente riesgo de que el paso del tren pueda provocar un accidente, es lo que me permite reafirmar mi idea preexistente sobre nuestro problema como sociedad. La falta de tolerancia por parte de los autos provenientes de las avenidas, quienes tienen la obligación de esperar que el vehículo que está cruzando la barrera pase, sumado a quienes no tienen tapujos en cruzar dicho paso nivel en contra mano, son el fiel reflejo de la incapacidad de auto-gobernarnos que tenemos. Estas acciones incompatibles con una armoniosa convivencia entre la comunidad, son inherentes a todas las clases sociales; esto es, quienes cometen estas faltas lo hacen utilizando autos de alta, media y baja gama. Si bien tener un buen auto o dinero en general no son sinónimos de poseer una buena educación en un sentido integral, desgraciadamente la estadística nos lleva a asumir que quien tuvo las necesidades cubiertas también pudo recibir formación académica, ecuación que resulta más difícil de corroborar con quien se vio privado, cuanto menos, de lo alimenticio. No es un pensamiento personal sino una triste descripción de los hechos. En ese orden de ideas e influido con el pensamiento de la “ilustración”, entiendo que es más esperable una conducta de ese tipo en quien no tuvo la posibilidad de recibir educación que de quien sí, justamente porque en ese caso no existió una entidad que le haya enseñado a la persona hacer un mayor uso de la razón. Por ello, una de las funciones del Estado debe ser la instrucción de quien se vio privado de las luces del conocimiento para que tenga plena libertad (vale aclarar que se trata de una inducción realizada a raíz de entender que la educación cumple un rol liberador, no es una conclusión). Por lo tanto, si quien obtuvo formación actúa a sabiendas de que sus conductas implican generar un conflicto con sus conciudadanos es debido a su negación a hacer un uso integral de la razón, pues se comete el error de esperar la existencia de un Estado paternalista (o maternal) que esté permanentemente señalando qué es lo que se debe hacer y cuáles son los límites, puesto que no se es capaz de establecer un criterio pseudo objetivo- siempre orientado en la ley- que determine hasta qué punto es conveniente realizar una conducta para no perjudicar al prójimo. Si el límite último es la imposición de la firmeza de la ley en su sentido más duro y estricto, es porque hubo una falla en el uso de la razón de la persona que no le permitió generar una suerte de auto conciencia basada, no en criterios morales, sino en la imperiosa necesidad de actuar de una forma en la que todos nos podamos beneficiar. Si a través del uso de la razón determinamos que quien cruza la barrera tiene paso, que no debemos cruzar a contra mano, que los autos no deben circular cuando el semáforo se encuentra en rojo, y para cumplir con estos acuerdos que creamos- pues se trata de construcciones que hacemos, no son “naturales”- necesitamos de una autoridad que nos lo imponga en su sentido más crudo, es porque fallamos como ciudadanos.

Mi reflexión no está cargada de bronca sino que es una inquietud que me nace a raíz de analizar situaciones cotidianas. Soy consciente que al realizar un planteamiento de estas características puedo pecar de pedante, pues alguien podría decirme que me “elevo” hasta un nivel en donde sería el único capaz de indicar que conductas se deben hacer y cuáles no; pero, justamente, mi visión es contraria a eso: no pretendo arrogarme la autoridad para determinar qué se debe hacer y qué no, sino que mi propósito, influenciado por algunos preceptos Kantianos, es generar un impacto en las personas para obrar siempre en pos de ayudar al conciudadano; para evitar que alguien nos tenga que decir, cual niños, qué debemos hacer y qué no, sino que podamos ponernos de acuerdo pensando que quizá lo que es mejor para uno muchas veces es lo mejor para mi vecino.

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