jueves 25 de abril de 2024 07:40:51

HISTORIAS: Altamirano pagó su deuda en la cárcel

VIOLACION DE MENORARTICULO PRODUCIDO POR EL ABOGADO PENALISTA DR HUGO LOPEZ CARRIBERO. Hasta hacía pocos días, Walter Altamirano había sido un hombre
disciplinado en su trabajo, cariñoso con sus seres queridos, austero en
sus gastos y gustos personales para poder dar confort a su esposa y a sus
dos hijos. Había sido un buen padre de familia.

Nadie imaginaba los extraños pensamientos que gobernaban los laberintos de
su mente. La morbosidad, el sadismo y el deseo incontenible de abuso
sexual.

En sus 30 años de edad, Altamirano había luchado con ese demonio interno,
ese pensamiento que lo arrastraba a la más desgraciada de las
satisfacciones: el abuso de una niña.

La oportunidad de presentó sin que Walter la buscara. Esa tarde una niña
vecina de 4 añitos tocó llamó a la puerta de la casa de Altamirano para
jugar con Nicolás, su hijo menor, también de la misma edad. El hombre
estaba sólo en la casa, y sin embargo hizo ingresar a la niña.

El juez caratuló el hecho con el rótulo de “Abuso sexual con penetración
carnal, seguido de muerte”.

De manera inmediata, el reo Altamirano fue alojado en la cárcel de
Lisandro Olmos, en las afueras de la ciudad de La Plata.

La unidad carcelaria de Olmos, siempre se caracterizó por alojar a los
presos más peligrosos, juntamente con la cárcel de Sierra Chica, son
consideradas las más feroces del país.

Lisandro Olmos, por su aguda violencia es comparada con la cárcel de
Tacumbú, ubicada en Asunción, muy probablemente la mas macabra de
Sudamérica.

Ni bien ingresó a la cárcel, pero luego del examen médico de rigor,
Altamirano fue objeto de una tremenda paliza por parte de los agentes
penitenciarios. Perdió piezas dentales, sufrió la fisura de dos costillas,
y se despidió para siempre de la visión del ojo izquierdo. Sin perjuicio
de ello, nada hacía imaginar al nuevo preso lo que el esperaba, por parte
de sus pares.

Sabido es por muchos que los violadores no son bienvenidos en los
pabellones carcelarios, aún en aquellos que alojan delincuentes primarios.

Ser violador es un insulto imperdonable para la comunidad carcelaria. Para
el conjunto de los presos, no es admisible tener un violador en el propio
pabellón, y no hacer nada con él. No hay arrepentimiento atendible, ni
precio que pueda opacar la necesidad de venganza carcelera. El abusador
sexual merece morir. Pero antes de morir, debe sufrir. Juntamente con
ello, el resto de los presos necesita diversión y festejo, júbilo y
alegría.

El personal del Servicio Penitenciario estaba preocupado. A los agentes de
la sección ingreso se les había ido la mano. En pocos días, Altamirano
recibiría la visita de algún familiar, un hermano, su padre o su madre. El
Servicio Penitenciario no podía permitir que los familiares tomaran
conocimiento del estado de salud del preso, y mucho menos que Altamirano
les dijera quiénes habían sido sus agresores.

Era necesario deshacerse de Walter Altamirano, y pronto.

Por inmediata disposición del director de la cárcel, Altamirano fue
alojado en el pabellón de los pesos pesados. Presos reincidentes, la
mayoría de ellos condenados a reclusión perpetua, sin posibilidad de
salidas anticipadas.

Desde hacía muchos meses, la esposa de un recluso había ingresado al
pabellón una aguja de tejer. Ese elemento había sido conservado por el
jefe del pabellón, un preso viejo y un viejo preso de apellido Gauna. Pero
Gauna había muerto tres días antes del ingreso de Altamirano. A Gauna la
tuberculosis, y la ausencia de atención médica lo llevaron a la tumba.

Todos los presos del pabellón estaban de acuerdo que había que matar a
Altamirano. Pero la discusión era cómo.

La deliberación duró 2 horas. El autor del homicidio sería designado por
sorteo, y de hacer efectivo el trabajo, ocuparía el sillón de Gauna.

La forma de matar era la siguiente: el elegido por sorteo debía apoyar la
punta de la aguja de tejer en el ombligo de Walter Altamirano y presionar
hasta que la punta de la aguja tocara la columna vertebral, luego de ello
la muerte llegaría cuando quisiera. La agonía de Walter sería contemplada
por todos.

Así se hizo, con sábanas ataron a Altamirano a una silla. El sorteado fue
Jonathan Medina. Al terminar el trabajo, a Medina le dolían las mejillas
de tanto reír.